por Sandra M. Uicich
Publicado en "El Croata Errante" 14º milla (Buenos Aires, 2009)
En las últimas
décadas del siglo XX, la humanidad ha comenzado a darle importancia al
deterioro medioambiental y los graves problemas ecológicos que asolan diversos
lugares del planeta. Uno de estos problemas es la contaminación del aire,
relacionada con la polución que genera el uso de combustibles fósiles
(petróleo) y los procesos industriales: cada día millones de vehículos eliminan
a la atmósfera los residuos de la combustión de su motor, sin que nadie repare
en ello; cada día millones de chimeneas de grandes fábricas sueltan en forma de
nubes grises los desperdicios tóxicos de los procesos que generan los bienes
que todos consumimos, sin que nadie lo perciba. Así, cada día el aire se va
enrareciendo por la acumulación de esos desechos gaseosos. Este es uno de los
factores que desencadena el cambio climático global, al producirse un “efecto
invernadero” que convierte al planeta en una esfera hirviente en el espacio.
Otro problema
ambiental es la contaminación del agua causada, en parte, por los procesos
industriales no controlados, es decir, los de las fábricas que no tratan sus
desechos tóxicos, y en parte por accidentes ecológicos por causas humanas, como
los derrames de petróleo en el mar. Así, cada día las fuentes de agua del
planeta se van enturbiando y desaparecen, a la vez, las diversas especies que
habitan lagos, ríos y océanos.
En los intensos
debates en torno a la relación del hombre con el ambiente, queda claro que la
problemática ecológica se relaciona con las acciones nocivas del hombre.
Nuestras conductas dañinas para la naturaleza se dan cotidianamente con la
generación excesiva de basura por el reemplazo compulsivo de unos bienes aún
usables por otros nuevos (consumismo). La gran pregunta que surge es: ¿somos
capaces de renunciar al bienestar que generan los objetos que consumimos
(alimento, vestido, entretenimiento, etc.)? Recordemos que el consumo masivo
demanda una producción siempre creciente de bienes, y esto acarrea mayor daño
ecológico, como señalamos antes.
Surgen, además,
otras preguntas: ¿qué sentido damos, en nuestras sociedades occidentales, a la
posesión y uso excesivo de bienes? ¿Acaso ese “tener” y ese “usar” equilibran
las nefastas consecuencias del “tirar” que los acompaña? En el caso de Latinoamérica,
la desigualdad socioeconómica que reflejan nuestras sociedades es elemento
suficiente para darnos cuenta de que NO es así. Podemos agregar además, desde
una visión humanista, otros rasgos culturales, como la soledad, el desencanto,
la pérdida de rumbos, la inestabilidad de las relaciones familiares y la
violencia cotidiana, para reconocer que NO es así. Estamos destruyendo el
planeta, y ni siquiera logramos la felicidad (o sólo la logran, si es que la
logran, algunos pocos…)
Hay diversas propuestas
de reflexión y de acción en torno a la problemática ecológica. Las más conocidas
por su difusión en los medios de comunicación son las de organizaciones como Greenpeace. Otras propuestas surgen del amplio
campo de la ecofilosofía o filosofía
ambiental, que abarca la ecología profunda, el ecofeminismo, la ecología social
y el ecosocialismo, entre otros.
La ecología profunda, cuyo principal
referente es el noruego Arne Naess, sostiene que las medidas ambientales
reformistas –como el reciclado de basura, el tratamiento de los desechos
tóxicos industriales, la preservación de áreas naturales y de especies en
peligro de extinción- no son suficientes para solucionar el problema ecológico.
Es necesario, además, un cambio radical en nuestro vínculo con los demás seres
vivos, a quienes debemos reconocer su derecho a la vida.
El ecofeminismo denuncia el sometimiento de
la mujer a través de los siglos como la otra cara del sometimiento de la
naturaleza, a través de la imposición violenta de las decisiones y valoraciones
masculina, acallando las voces femeninas, sus intereses, sus valores, etc.
La ecología social o ecoanarquismo, cuyo
portavoz fue Murray Bookchin, señala la necesidad de eliminar las relaciones
jerárquicas y la autoridad para poder generar relaciones sociales más
armónicas, lo que llevaría también a un mejor trato con el mundo natural.
El ecosocialismo propuesto por los
norteamericanos Joel Kovel y Michael Löwy promueve un cambio radical de sistema
socioecónomico, reemplazando el capitalismo por un socialismo que tenga en
cuenta la problemática ecológica. Según Kovel, el capitalismo es inherentemente
dañino del medio ambiente y cualquier medida que se tome en este contexto, sólo
será un mero paliativo pero no una solución de fondo.
Todas estas corrientes
de pensamiento se ocupan de analizar los supuestos filosóficos que están a la
base de la relación del hombre con la naturaleza: el consumismo, el
industrialismo y, sobre todo, la falta de reconocimiento del derecho a la vida
de todos los demás seres vivientes.
Los seres humanos
ocupamos un lugar muy particular entre las demás especies: somos capaces de
crear cultura, tenemos conciencia, proyectamos, tenemos deseos, hemos ocupado
lugares geográficos de lo más diversos, podemos reflexionar y pensar, criticar
y disfrutar de un poema. Pero nos hemos olvidado de nuestro vínculo ineludible
con el mundo natural, en tanto somos una forma más de vida, como cualquiera de
las otras.
Desde hace siglos,
creemos que somos el eje alrededor del cuál gira el mundo. Y creemos que
nuestras decisiones pueden acarrear el dominio y el exterminio de otras
especies. Esta actitud antropocéntrica
ha sido excesivamente arrogante, en dos sentidos: en primer lugar, porque ha
llevado a otros seres vivos a la extinción –o al borde de su desaparición- por
la irresponsabilidad de nuestras acciones; en segundo lugar, porque no ha
logrado satisfacer los anhelos humanos de bienestar, justicia y paz social,
como lo evidencian los conflictos internacionales y la desigualdad social en el
mundo.
La arrogancia del
hombre no ha respetado a otros seres vivos, y no ha salvaguardado, tampoco, la
difícil convivencia de nuestra vida comunitaria. Tanto consumo, tantos bienes,
tanta basura, tanta contaminación… ¿para qué? Ni siquiera estas nefastas consecuencias
pueden justificarse, desde un punto de vista utilitario, en el logro de un
mundo mejor, sea cual fuere el sentido que le demos a esa idea.
Este escrito comenzó
con una pregunta, y sin ánimo de dar respuestas sino de apuntar algunos caminos
de reflexión, culmina también con una pregunta: ¿qué sentido damos, en nuestras
sociedades occidentales, a la vida
(de otros hombres, de otros seres vivos)? Quizás en la respuesta radique la
posibilidad de pensar una solución al problema ecológico.
Sandra M.
Uicich
Sandra M. Uicich es Licenciada en Filosofía egresada de la Universidad Nacional del Sur (Bahía
Blanca) donde se desempeña como docente e investigadora. Es oriunda del Alto
Valle de Río Negro, zona de cultivos frutales que enmarcó su infancia y adolescencia,
transcurridas en una chacra cercana al pequeño pueblo de Cervantes.
Su abuelo paterno
Ernesto llegó a Argentina en 1929 desde su Trieste natal con apenas dieciocho
años, dejando atrás a su familia y el contexto de la posguerra. Había nacido en
1911 en una ciudad dividida entre Italia y la ex-Yugoslavia.
Su abuela paterna
Natalia Simi nació en un pequeño poblado llamado Pizino, cerca de Pula (Istria,
ex-Yugoslavia) en 1907, llegó a Argentina en 1934 y comenzó a trabajar como
ayudante de cocina en la Bodega Canale en cercanías de la ciudad de General Roca
(provincia de Río Negro).